Tomo de El Nacional lo que considero una de las mejores lecturas de esta campaña electoral. Cuando temprano el Domingo mi profesor y maestro Antonio Cova me llamó para anunciarme esta crónica me dijo: “Tu y yo que hemos visto bastantes campañas electorales debemos recordar cuando los Adecos en el 58 -a pesar de la popularidad de Wolfgang Larrazabal en Caracas- dominaron las calles de todo el país; en 63 con Raúl Leoni enfrentados a lo que se llamo AD Oposición, en el 68 la euforia con Caldera era expresión del deseo de un cambio de partido en la Presidencia y le da el triunfo a Copei; en el 73 las calles inundadas con las multitudes que seguían a Carlos Andrés Pérez; en el 78 Luis Herrera era “El Cambio” ante la avasallante presidencia de CAP; en el 83 Lusinchi volvía a dominar las calles del país de la mano de AD; en el 88 CAP II ofrecía villas y castillos para sentir los efectos del Caracazo apenas comenzaba la presidencia; volvió Caldera [II] con el famoso “Chiripero” de múltiples partidos inundando de gente las calles de los pueblos más lejanos. Cerrando el ciclo Hugo Chávez con lo que fue un baño de multitudes que creían en las ofertas que tras 14 años no ha logrado cumplir. Por ello lo que hoy acontece cuando ríos humanos de todos los colores -incluyendo rojos rojitos- celebran desde ya una presidencia con HCR esta crónica de Leonardo Padrón nos relata hoy lo que han sido otros triunfos similares en al historia contemporánea de Venezuela.”
“No está más flaco, lo que está es llevao”, me aclara Calimari, una de las
dos manos derechas del equipo de Henrique Capriles, ante mi asombro al verlo
más desgastado que la última vez que nos reunimos. “Llevao” es un modismo
maracucho. Implica, en latín directo, “escoñetao”. No se podía esperar menos de
alguien que lleva meses recorriendo el país frenéticamente. El ritmo de campaña
del candidato de la unidad opositora es abrumador. Su vitalidad ha sido
decisiva para emprender una cruzada de ribetes sobrehumanos por el mapa
profundo del país y procurar la victoria de este enjuto y corajudo David sobre
ese desproporcionado Goliat llamado Chávez. Mientras escribo estas líneas lleva
ya recorridos 250 pueblos. Se dice rápido, pero en una geografía de carreteras
vergonzantes y distancias ampulosas el esfuerzo se multiplica in extremis.
Las elecciones presidenciales de Venezuela en este año 2012 nadie podrá
olvidarlas. El país entero está parado encima de una cornisa.
Pero ahí está Capriles, llegando al aeropuerto con apenas media hora de
retraso, listo para la voluminosa agenda de la gira que nos llevará al Táchira
y al Zulia. En el despegue, se hace la señal de la cruz, la versión larga, la
que muy pocos usan. Junto con Alberto Barrera Tyszka y Héctor Manrique,
conversamos lo que es su sino: la campaña. No son ni las 9:00 am y se toma, ya,
la primera bebida energizante de la jornada. Le pregunto desde cuándo no pasa
dos días seguidos en su casa. “Desde hace un año, tal vez más”. Es un hombre
que perdió su cotidianidad. Está dejando la piel y el alma en una aventura
proteica. “Viajo más que un piloto. Muchas veces son cinco vuelos a la semana”.
Mientras hablamos, hay una cifra que nos prohíbe la serenidad: ¡estamos a 18
días de las elecciones! “Hay que echar el resto”, comenta. Casualmente, al día
siguiente, en el acto de Chávez con la juventud en el Poliedro, este diría la
misma frase. Nada ilustra mejor lo reñido de la contienda. La ansiedad que
surca el país. La asfixiante cuenta regresiva. Sabemos todo lo que está en
juego.
A quince minutos para aterrizar, el flaco amarra sus zapatos deportivos con
doble nudo. “Ya viene la coñaza”, dice en alusión a la vorágine de empujones,
arañazos y apretujones que genera su llegada a cualquier lugar.
Una estrella pop en La Fría. Apenas Capriles asoma el rostro en la
escalerilla del avión una ráfaga de gritos ametralla el aire. El recibimiento
es frenético. Hay un desespero por verlo, tocarlo, entrar en su campo visual.
La multitud genera un apiñamiento peligroso. Siento que me aplastan por detrás,
por los costados, mi cuerpo va de un lado a otro, pierdo el rumbo, me arrastra
la corriente, mis lentes se salen del bolsillo, los atajo a última hora,
arrecian los empujones, los gritos, el delirio. A Capriles lo manosean, lo
estrujan, lo halan. Todos somos como bultos chocando contra las piedras de un
río esquizoide. No creo poder llegar a la camioneta Van que nos sacará del
lugar. Un mínimo descuido puede hacer que me quede allí, en mitad de todos y de
nadie.
Comienza la caravana por La Fría. Vamos en una camioneta abierta. Capriles
va más allá, con el gobernador César Pérez Vivas, el anfitrión de la zona.
Gente que corre, corea canciones, grita consignas, agita banderas y traga humo.
Gente convertida en estruendo y algarabía. Intento tomar una foto de la
multitud y un brusco frenazo de la camioneta me derrumba. Mi gorra cae a la
calle. Un enjambre de personas se lanza sobre el anhelado fetiche. El camino
que nos lleva a La Grita es hermoso, paradójico, variable. A la vera del camino
nos sigue el pueblo de Las Mesas, más allá sale la gente de Seboruco. Corren,
saludan, toman fotos, cantan. Hombres desdentados y en pantuflas le sonríen con
asombro. Una señora de 70 años remonta una calle empinada delante de nosotros,
se esmera, jadea, persigue al candidato. Él es la gran noticia en esa remota
vastedad.
La Atenas del Táchira. “Bienvenido a la Atenas del Táchira”, reza un anuncio
justo a la entrada de La Grita, un nicho oficialista por tradición. Capriles
aparece como una exhalación y se oye el rugido de la multitud. En la tarima hay
más gente que posibilidades, pero logró conseguir una rendija minúscula. El
impacto es absoluto. El paisaje es una alfombra gigantesca de seres humanos,
una manifestación vehemente de algo que solo tiene un nombre: furor. Capriles
se ha convertido en un fenómeno de masas. Hay, allí, un amasijo humano ondeando
banderas y gorras de distintos partidos políticos, todos mezclados en un solo
deseo. Gente en las platabandas, en los postes, en los bordes de las ventanas.
Aplaudiendo, gritando, desmayándose. El furor. Es eso. No hay otra palabra.
El candidato puntualiza, propone. Sin retórica, sin cursilerías planetarias.
Es lo opuesto a Chávez, esa incontinencia verbal que tiene, como diría Juan
Cruz, “una asignatura pendiente con el silencio”. Uno de los momentos más
importantes es cuando Capriles termina su discurso e intenta volver a la Van en
la que ya todos lo esperamos. Debe cruzar de nuevo el río crecido de sus
seguidores. Lo arañan, lo aprietan, lo revuelcan. Logra entrar, pero aún no
sabe si está completo. La gente golpea el vehículo como si fuera un tambor
gigante. Quieren que se asome, que abra una ventana, que pruebe su existencia.
Adentro lo espera un periodista del periódico francés Libération. Capriles se
sienta en la última butaca y allí, entre frenazos, cornetazos y gritos,
responde las preguntas del periodista. No hay tiempo para el descanso.
El momento íntimo. Pérez Vivas le da indicaciones al chofer para volver al
aeropuerto con la mayor rapidez. La agenda se ha retrasado y el Zulia espera. Pero
Capriles pide desviarnos para visitar al Santo Cristo de La Grita. Le parece
impensable estar tan cerca de él y no visitarlo. Ya en la iglesia se arma la
logística para que su entrada no cause mayor perturbación. Hay una importante
cantidad de fieles. Capriles camina emocionado hacia el Cristo. Una mujer, que
reza de rodillas, lo ve de soslayo y se hace la señal de la cruz: “¡Esto es un
milagro!”. Él va hacia el rincón más oculto. La imagen que veo me conmueve.
Allí está, a los pies del Santo Cristo, con la cabeza gacha, tocándolo, en
actitud de absoluto recogimiento, íngrimo. Sentí al país entero en ese rezo.
Puede suponer uno –sin temor a equivocarse– que oraba por la suerte de un
destino decisivo.
En ruta al aeropuerto, nos toca comer la dieta ya famosa en sus giras:
pollo. Todo es frugal, austero, incómodo. Nada más tortuoso que comer en un
vehículo que a toda prisa sortea curvas para que en el día quepa lo que queda
por delante. No hay chance de visitar merenderos, refrescarse con la cerveza
del lugar, distenderse a la venezolana. No son vacaciones. Es la mayor
contienda electoral de los últimos 14 años. Todo necesita estar bajo el compás
de una disciplina monástica.
La ruta hacia la Grey Zuliana. El único momento de paz es cuando estamos a
30.000 pies sobre la tierra. Capriles busca distenderse. Habla de lo
supersticioso que es. Alejandro Silva, una de sus dos manos derechas, relata el
día en que la única opción para escapar de la muchedumbre era cruzando una
escalera por debajo. Capriles se negó. Le insistían. Era una salida rápida,
fácil. No quiso. Prefirió atravesar el bosque de gente, cualquier cosa antes
que pasar por debajo de una escalera. Habla de su fijación con el número 11, de
gatos negros y espejos rotos. Le pregunto por la gira más impactante que ha
hecho. Dice Barinas, dice Falcón, oriente, territorios de raigambre chavista.
Su sonrisa ya es una victoria.
La caravana en el Lejano Oeste
En Maracaibo, Capriles es recibido por el gobernador Pablo Pérez y la
alcaldesa Eveling Trejo. Liliana Hernández, con su proverbial simpatía, nos
pide seguirla escaleras arriba de un camión. Es como un enorme balcón rodante.
Pregunto la necesidad de hacer una caravana en una zona donde la oposición ha
reinado durante años. Me aclaran: vamos al Maracaibo que pocos conocen, al
oeste. Al sitio donde nunca ha llegado una gota de petróleo. Al único
territorio del Zulia donde suele ganar el chavismo. Ese ha sido el alarde de
Capriles durante su campaña: penetrar, sin miedo, los lugares donde
históricamente la oposición ha sido derrotada.
5:00 pm. La parroquia Venancio Pulgar es un lugar que hiere la vista de
cualquier ser humano. Un paisaje que crispa. Un lunar vergonzoso en un estado
lleno de oro negro. Calles de tierra, sin alcantarillas, casas precarias,
llenas de perros famélicos y puertas desgonzadas, montañas de basura en lo que
deberían ser jardines. La parroquia entera parece un escombro. Un lugar
arrasado por alguna tormenta. Un olvido de Dios. La caravana surca 24
kilómetros de pobreza sobrecogedora y extrema. Algunos de sus habitantes no
parecen personas, sino fantasmas, espectros de la miseria, siluetas turbias,
manchados de grasa y resignación. Ese lugar es el peor de los saldos del estado
paternalista que consolidó la cuarta República y que este proceso
revolucionario llevó al paroxismo total. Lo único con olor a nuevo en esos
monumentos de la miseria es el afiche del Presidente. El resto es ruina,
carencia, pies desnudos, aguas negras y oscuridad.
Cuentan que días atrás, conociendo ya la ruta de la caravana, el oficialismo
vino a sembrar sus trincheras de guerra. Por eso, a cada tanto, nos
conseguíamos con lo que llaman “los puntos rojos”, grupos con franelas rojas
voceando un odio absurdo. Asombraba ver a muchachas de 14, 15 años señalando
con grotesca afectación sus genitales, en un gesto de sórdido desafío que no
calzaba con la edad de sus ojos. Eran herederas directas de la agresividad que
Chávez ha destilado durante más de una década. Alguien nos comentaba: “¡Eso es
nada! ¡Antes no podíamos entrar a esta parroquia! Nos tiraban huevos, piedras,
botellas. Lo de hoy es inédito. Logramos penetrarlos. ¡La gente se cansó de esa
estafa llamada socialismo!”.
Ir en una caravana sobre un camión exige tener los sentidos en alerta
máxima. A dos cuadras del inicio, se escuchó el primer grito: “¡rama!”. Nos
acercábamos a la rama de un árbol justo a la altura de nuestra cabeza. Treinta
personas al unísono nos agachamos para evitar el golpe. Otra vez arriba. Al instante,
un nuevo grito: “¡cable!”. Y otra vez agacharnos para evitar el latigazo de un
cable de luz en nuestra frente. Estábamos en mitad de una extravagante sesión
de aerobic. Los gritos de “¡cable!” y “¡rama!” se alternaban con variantes como
“¡zapato!”. Estaba allí, el emblemático zapato de la marginalidad que
invariablemente termina enredado en un cable de luz, mientras ostenta su
abandono.
De pronto, apareció un invitado no previsto en la agenda: la noche. Todo se
volvió una oscurana. Desde una callejuela, vi salir a dos motorizados con el
rostro oculto detrás de pañuelos rojos. Pensé lo peor. La noche, a veces, es
una cómplice sin escrúpulos. Barrera Tyzska y yo le comentamos a Manrique lo
inconveniente de continuar la ruta. Estábamos en una zona donde pudiera ocurrir
cualquier cosa. Lo que nos dijo un asistente nos congeló: “Falta la mitad del
recorrido. La calle está llena de gente. Henrique no va a querer parar”.
Media hora después, el cielo soltó una tanda de relámpagos. La lluvia se
agregó a la caravana. La noche anterior había granizado, lo cual había sido
leído como una respuesta de la geografía zuliana a la sentencia de Chávez:
“Para que gane el majunche, tendría que caer granizo en Maracaibo”. Reaparecen,
empapados, Capriles, Eveling, Liliana, Pablo Perez. Adentro, esperaba al
candidato un periodista del The Sunday Telegraph. A los 5 minutos, Capriles ya
le está dando la entrevista, y en fluido inglés. Pero el recorrido no podía
terminar, la gente seguía apostada bajo una lluvia violenta gritando una arenga
interminable: “Que se abaje”. Él abría la ventana o se asomaba en la puerta y
ocurría la histeria. Por las ventanas entran cartas, mensajes pidiendo ayuda
económica, remedios, becas de estudio. De mi lado, un joven mete la mano para
saludar a Eveling Trejo que está sentada a mi lado: “Yo no quiero que me
resuelvan nada a mí, yo solo quiero que cambien el país”.
La caravana había empezado a las 5:00 pm, eran las 9:00 pm, las nueve
oscurísimas de la noche y todavía había puñados de gente esperando a Capriles,
quien tuvo que detenerse 4 o 5 veces más a devolver tanto afecto. Dos
vendavales se desataron sobre Maracaibo ese día. El más notable, sin duda, a
cargo de un tenaz caraqueño que carga la marca del futuro en su rostro. Al
cerrar la puerta de la habitación del hotel sentí un silencio distinto. Era el
silencio que le sigue a la fiesta. Había sido testigo del furor ante un nuevo
líder. Así de sencillo. El furor.
Al día siguiente, en el vuelo de regreso, fue Capriles quien –cambiando las
reglas del juego– comenzó a interrogarnos sobre la difícil arquitectura de una
telenovela o la calidad de ciertos actores locales. Y así, largo rato. Quería
desconectarse del tema que lo obsesiona. Dentro de tres horas, estaría de nuevo
montado en un avión para volar a Bogotá para reunirse con el presidente Juan
Manuel Santos. Era otra victoria. Debía subir a Caracas, meterse en un flux y
montarse en otro avión. Pero no le importa el esfuerzo, el desgaste, la
turbulencia. Se trata de su empresa de vida. Y, quizás, el último chance para
la democracia en un país llamado Venezuela.
Cortesía de Ivan Sanchez U
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